Jerónimo Sánchez de Carranza
regresó ayer a Sanlúcar; fue una vuelta discreta aprovechando los últimos estertores de las horas más bochornosas
de la tarde. Volvió para platicar con un nutrido público que lo esperaba en el Salón
de embajadores del palacio de Medina Sidonia, y demostrar que la verdadera destreza
que describiera en su libro escrito
en Sanlúcar en 1582 aun era recordada.
Antes de llegar al palacio de los Medina Sidonia, visitó -por eso de que es bueno recordar de donde se
viene- su casa en la llamada hoy Calle escuelas, y que durante 300 años los
sanluqueños conocieron como Calle del comendador
Carranza. Se alegró de ver que volvían a sonar dentro las voces de mujeres
y niños, en vez de los latinajos y salmodias de los curas jesuitas que se
establecieron en ella a finales del S. XVI.
Viendo que la hora se
acercaba, aceleró el paso y cruzó las puertas de palacio, que nunca fue de buen
caballero christiano llegar con demora
a una cita de armas. Buscó encontrarse discretamente con el VII duque D. Alonso, por las solitarias
estancias de palacio, pero en su deambular solo encontró el ladrido furioso de un
cánido que respondió al temible nombre de Lolo.
Según le indicaron luego, su excelencia había
salido a atender no se qué asunto de la eminente elección de los regidores del
cabildo de la villa.
Sin más demora, y
viendo que era descortés hacer esperar a los presentes, entre los que habían no
pocas señoras y algunos infantes, dio comienzo su discurso. Para tal efecto, había
requerido los servicios de un joven preboste sevillano, Don Juan Guilmain Alonso, recomendado
por su colega el maestro de armas Don Francisco Román para el que trabajaba en su sala de armas hispalense. Don Jerónimo nunca fue hombre de ánimo frágil,
pero no por ello pudo dejar de sentir una punzada de emoción al verse después de
tantos siglos en aquella sala en la que pasó tantas horas demostrándole al
Duque las excelencias de la ciencia que él había inventado y que le
sería reconocida en los siglos posteriores en todas las tierras de la monarquía
hispana.
Como buen maestro, y viendo que sus palabras eran esperadas, D. Jerónimo comenzó recordando aquellos siglos en los que la esgrima era considerada un conocimiento básico para todo aquel que quisiera servir en los ejércitos de sus católicos reyes. Pero a su vez haciendo mucho hincapié en que lo que el vulgo llama hoy esgrima, no eran más que sucias tretas de gente baja y sin honra de caballero. Para ilustrar los cambios que había sufrido la ciencia de la destreza, Carranza, fue demostrando como se realizaban los diferentes juegos de armas. Primero con espada de una mano y broquel, para continuar luego con la de dos manos y concluir con la que hoy llaman ropera. Después de el ruidoso chocar de las armas, Don Jerónimo continuaba expectante asistiendo al silencio cómplice de los asistentes, dudando entre si su discurso era bien entendido o por el contrario se perdía en la sonora complacencia del hastío. Sin embargo, cuando ya se aproximaba el reloj al alcanzar la hora, el viejo comendador se dispuso a concluir para agradecer a los presentes su asistencia, como si así hubiese cumplido con una deuda aplazada con el tiempo. Pero no había cesado el eco de la última silaba, cuando un sonoro aplauso irrumpió en el Salón de Embajadores y a continuación señores, damas y zagales se acercaron a felicitar a Don Jerónimo para luego admirar curiosos la panoplia de armas que había utilizado.
Como buen maestro, y viendo que sus palabras eran esperadas, D. Jerónimo comenzó recordando aquellos siglos en los que la esgrima era considerada un conocimiento básico para todo aquel que quisiera servir en los ejércitos de sus católicos reyes. Pero a su vez haciendo mucho hincapié en que lo que el vulgo llama hoy esgrima, no eran más que sucias tretas de gente baja y sin honra de caballero. Para ilustrar los cambios que había sufrido la ciencia de la destreza, Carranza, fue demostrando como se realizaban los diferentes juegos de armas. Primero con espada de una mano y broquel, para continuar luego con la de dos manos y concluir con la que hoy llaman ropera. Después de el ruidoso chocar de las armas, Don Jerónimo continuaba expectante asistiendo al silencio cómplice de los asistentes, dudando entre si su discurso era bien entendido o por el contrario se perdía en la sonora complacencia del hastío. Sin embargo, cuando ya se aproximaba el reloj al alcanzar la hora, el viejo comendador se dispuso a concluir para agradecer a los presentes su asistencia, como si así hubiese cumplido con una deuda aplazada con el tiempo. Pero no había cesado el eco de la última silaba, cuando un sonoro aplauso irrumpió en el Salón de Embajadores y a continuación señores, damas y zagales se acercaron a felicitar a Don Jerónimo para luego admirar curiosos la panoplia de armas que había utilizado.
Cuando se marcharon
todos, recogió las armas después de refrescarse el rostro; y bajando la escalera del palacio pensó que tal vez volviera para batirse una vez más
contra el olvido.
José Mª Hermoso.
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